1. DON RUA “EL FIDELÍSIMO DE DON BOSCO”
«Don Rua fue el fidelísimo, y por eso el más humilde y al mismo tiempo el más valiente hijo de Don Bosco» [3]. Con estas palabras dichas con tono resuelto, el 29 de octubre de 1972, el Papa Pablo VI esculpió para siempre la figura humana y espiritual de Don Rua. El Papa, en aquella homilía pronunciada bajo la Cúpula de San Pedro, delineó al nuevo Beato con palabras que casi cincelaron esta característica suya fundamental: la fidelidad. «Sucesor de Don Bosco, es decir continuador: hijo, discípulo, imitador… Hizo del ejemplo del Santo una escuela, de su vida una historia, de su regla un espíritu, de su santidad un tipo, un modelo; hizo de la fuente, una corriente, un río». Las palabras de Pablo VI elevaban a una altura superior la historia terrena de este «sutil y enflaquecido perfil de sacerdote». Descubrían el diamante que había brillado en la trama suave y humilde de sus días.
Había empezado un día lejano con un gesto extraño. Con ocho años, huérfano de padre, con una ancha cinta negra cosida por su madre en la chaqueta, había tendido la mano para obtener una medallita de Don Bosco. Pero a él, en vez de la medalla, Don Bosco le había entregado su mano izquierda, mientras que con la derecha hacía el gesto de cortársela por la mitad. Y le repetía: «Tómala, Miguelito, tómala». Y ante aquellos ojos bien abiertos que le miraban sorprendidos, había dicho seis palabras que serían el secreto de su vida: «Nosotros dos lo haremos todo a medias».
Y en lenta progresión comenzó aquel formidable trabajo compartido entre el maestro santo y el discípulo que hacía a medias con él todo y siempre. En los primerísimos años Don Bosco quiso que Miguel estuviese con él, pero que cada noche volviese a cenar y a dormir con su madre, la señora Giovanna María. Pero cuando venía al Oratorio, Don Bosco, ya en aquellos primeros años, quería que estuviese junto a él también en la mesa. [4] Miguel empezaba a asimilar así la manera de pensar y de conducirse de Don Bosco. «Me hacía más impresión –dirá más tarde– observar a Don Bosco en sus actos más menudos, que leer y meditar cualquier libro devoto». [5] Estando con Don Bosco, tenía que acumular en aquel cuerpo minúsculo tanta serena fuerza que le bastase para toda la vida, en la que debería desplegar una energía continua.
Las seis palabras misteriosas que vuelven
El 3 de octubre de 1852, durante la excursión que los mejores jóvenes del Oratorio hacían todos los años a I Becchi por la fiesta de la Virgen del Rosario, Don Bosco le hizo ponerse el hábito eclesiástico. Miguel tenía 15 años. Por la noche, volviendo a Turín, Miguel venció la timidez y le preguntó a Don Bosco: «¿Recuerda nuestros primeros encuentros? Yo le pedí una medalla, y usted hizo un gesto extraño, como si quisiese cortarse la mano y dármela, y me dijo:‘Nosotros dos haremos todo a medias’. ¿Qué quiso decir?». Y él respondió: «Pero querido Miguel, no lo has entendido aún? Pues está clarísimo. Pero irás teniendo más años y comprenderás mejor lo que quería decirte: En la vida nosotros dos lo haremos siempre todo a medias. Dolores, preocupaciones, responsabilidades, alegrías y todo lo demás lo tendremos en común». Miguel quedó en silencio, lleno de silenciosa felicidad: Don Bosco, con palabras sencillas, le había hecho su heredero universal. [6]
Don Julio Barberis había sido elegido primer maestro de novicios salesianos, porque Don Bosco había descubierto en él un finísimo explorador y educador de almas. Con diez años menos, vivió junto a Miguel Rua 49 años como discípulo, hermano, confidente, amigo. Y en el proceso de beatificación fotografió así su íntima personalidad: «Su empeño fue siempre entrar en las ideas de Don Bosco, renunciar al propio punto de vista y a los propios criterios, para conformarse» a la visión de Don Bosco. «Apenas supo que tenía intención de fundar la Congregación Salesiana, inmediatamente, el primero, le hizo voto de obediencia». Era el 25 de marzo de 1855 y Miguel tenía 18 años. «Desde entonces no pensó más que renunciar a su voluntad para hacer la voluntad del Señor expresada por Don Bosco». [7]
Don Bosco no le mandaba nada; sólo le hacía conocer sus deseos. Y para Miguel eran órdenes, sin pensar en lo que le iban a costar. Fueron deseos de Don Bosco, prontamente realizados por Miguel, la enseñanza de la religión a los jóvenes internos, el cuidado de los enfermos de cólera en la terrible peste de 1854, la enseñanza del novísimo y complicado sistema métrico decimal, la asistencia constante en el enorme comedor, en el patio, en la iglesia, la dirección del Oratorio festivo de San Luis cuando don Leonardo Murialdo tuvo que retirarse, la copia, hecha de noche, con su nítida y ordenada caligrafía, de las páginas enmarañadas de la Historia de Italia de Don Bosco y de las páginas atormentadas de las primeras Reglas de la Sociedad de San Francisco de Sales.
Al comienzo de 1858 Don Bosco tuvo que bajar a Roma con el Papa y lleva consigo a Miguel Rua. Tiene la memoria fresca y ágil de sus 21 años, y anota cada detalle. Escucha al Papa hablar con Don Bosco. Los días siguientes acompaña a Don Bosco en la visita a Cardenales y a grandes personalidades, y ve la extraordinaria estima que todos tienen de él.
Dos asuntos urgentes: uno para Don Bosco y el otro para Miguel
Cuando en abril de aquel 1858 vuelven a Turín, hay dos asuntos urgentes que resolver. Don Bosco toma uno para sí y el otro se lo confía a Miguel. Al irse a Roma, Don Bosco había confiado la dirección del Oratorio a don Víctor Alasonatti, un sacerdote piadoso, pero más bien tímido, que tenía tres años más que él y que había ido a ayudarle. Don Bosco había querido siempre el Oratorio como una gran familia. Don Alasonatti, en los meses de ausencia de Don Bosco, lo había transformado en un disciplinado cuartel. Don Bosco le dice a Miguel: «Hay que reconstruir lo antes posible la gran familia. Ponte a ello». Y él piensa. Se propone como cometido ‘hacer de Don Bosco’.
Don Bosco, que sigue satisfecho su trabajo, debe dedicarse completamente al segundo asunto urgente: ahora que tiene el aliento del Papa, debe fundar la Congregación Salesiana. Muchos jóvenes buenos, crecidos y ayudados por él, le han prometido en el pasado dedicarse junto a él a los jóvenes más pobres, uniéndose en una Sociedad. Pero al llegar a lo concreto, no se han sentido animados a ir adelante y lo han dejado solo. Ahora Don Bosco, en los meses que siguen, tiene que apurar el tiempo, encontrar uno por uno a la veintena de jóvenes que han decidido formar la primera Sociedad Salesiana. Debe reunirlos aparte con frecuencia, hablar con calma, explicar, aclarar, resolver dudas, vencer perplejidades. A veces lo logra, como con Juan Cagliero, a veces no, como con José Buzzetti.
Con Miguel Rua no tiene ni siquiera que hablar. Los días de diciembre de 1859 próximos a la primera reunión oficial de los‘inscritos’ en la Sociedad Salesiana, Miguel Rua los pasa haciendo ejercicios espirituales para la ordenación como subdiácono, el 17 de diciembre. Para él es obvio: lo antes posible será un sacerdote de Don Bosco.
El 18 de diciembre de 1859 es domingo. Por la noche, dieciocho personas se reúnen en la habitación de Don Bosco, que en ese momento es el Belén salesiano. Está realizándose la reunión de la fundación de la «Pía Sociedad de San Francisco de Sales», es decir, de los Salesianos. Los dieciocho rezan, declaran que se quieren unir en Sociedad para santificarse a sí mismos y para dedicar la vida a los jóvenes abandonados y en peligro. Se tienen las primeras elecciones. A Don Bosco, el fundador, le quieren todos como primer Superior general. El subdiácono Miguel Rua, de 22 años, es elegido como Director Espiritual de la Sociedad. Deberá, junto con Don Bosco, trabajar en la formación espiritual de los primeros Salesianos. Miguel no toma este nuevo cometido como un cargo ‘ad honorem’. Julio Barberis, que está entre los jovencísimos y asiste a sus lecciones formativas, testimonia: «Era diligentísimo en prepararse a las clases y a estimularnos al estudio». [8]
Una carta profética en la mesilla
El 29 de julio de 1860 Miguel Rua es ordenado sacerdote. Juan Bautista Francesia, siempre a su lado, testimonia: «Su preparación fue extraordinaria. Pasó la noche de la víspera en oraciones y piadosas meditaciones». [9] Por la noche de aquella jornada festiva e importantísima, Don Rua sube a la buhardilla que le sirve de alcoba, y encuentra en la mesilla una carta de Don Bosco. Lee: «Tú verás mejor que yo la Obra Salesiana pasar las fronteras de Italia y establecerse en muchas partes del mundo. Tendrás que trabajar y que sufrir mucho; pero, tú lo sabes bien, sólo a través del mar Rojo y del desierto se llega a la Tierra Prometida. Sufre con valentía; y tampoco aquí abajo te faltarán los consuelos y las ayudas del Señor».
Ya es ‘«don» Rua’ y vuelve diligentemente a asumir todas sus ocupaciones. Juan B. Francesia, a quien la carga de trabajo de Don Rua le parece excesiva, dice por aquellos días a Don Bosco: «¿Pero por qué le hace hacer tantas cosas?». Y oye que le responde: «Porque Ruas tengo solo uno». [10] Año tras año el Oratorio se va convirtiendo en una casa inmensa. Cada año los jóvenes crecen en numero de un modo increíble. Llegarán a 800, de los que 360 serán artesanos. Los Salesianos, que crecen también de año en año, están entregados a las clases, los talleres, los enormes patios. Para trabajar y coordinar el trabajo de todos, con la supervisión de Don Bosco, está Don Rua. Don Julio Barberis, que es ya un sabio maestro de novicios, al pasar los años testimoniará: «Tantas ocupaciones a cualquiera podrían dejar sin tiempo para la oración y el espíritu religioso. En Don Rua el espíritu de oración y de meditación era como connatural. La obediencia a su Superior era de grado admirable. Había empezado en aquel tiempo una vida de mortificación y de negación de sí mismo verdaderamente extraordinaria. Yo, que había entrado hacía poco en la Casa de Don Bosco, estaba asombrado. Recuerdo que, hablando con los amigos, estábamos todos convencidos de que era un santo. Y también Don Bosco estaba convencido, y nos lo decía». [11]
Ser Don Bosco en Mirabello Monferrato
En 1863 Don Bosco hizo dar a su Obra un paso decisivo. Funcionaba bien en Valdocco, porque para dirigirla estaba la figura carismática y paterna de Don Bosco. Pero trasplantada en otro lugar, sin Don Bosco, ¿funcionaría? En la primavera de aquel año, Don Bosco tuvo con Don Rua, que tenía 26 años, una reunión confidencial e intensa. «Tengo que pedirte un gran favor. De acuerdo con el Obispo de Casale Monferrato he decidido abrir un ‘Seminario Menor’ en Mirabello. Pienso mandarte a ti para dirigirlo. Es la primera obra que los Salesianos abren fuera de Turín. Tendremos mil ojos encima de nosotros. Yo tengo plena confianza en ti. Te doy tres ayudas: cinco de los Salesianos más seguros, entre los cuales está don Bonetti que será tu ‘vice’; un grupo de muchachos, escogidos entre los mejores, que llegarán de Valdocco para continuar las clases allí y para que sean fermento entre los muchos nuevos que recibas; contigo irá también tu madre».
Don Rua parte en octubre. Don Bosco le ha escrito cuatro páginas con consejos preciosos que se copiarán después para cada nuevo Director salesiano: se consideran como uno de los documentos más claros del sistema educativo de Don Bosco. Entre otras cosas, escribió: «Todas las noches debes dormir al menos seis horas. Trata de hacerte amar antes que hacerte temer. Intenta pasar en medio de los jóvenes todo el tiempo del recreo. Si aparecen cuestiones de cosas materiales, gasta todo lo que haga falta, con tal de que se conserve la caridad». Don Rua resume todos estos consejos, que para él son órdenes, en una sola frase: «En Mirabello trataré de ser Don Bosco».
Después de algunos meses, la crónica del Oratorio, bajo la pluma de don Rufino, anota: «Don Rua en Mirabello se porta como Don Bosco en Turín. Está siempre rodeado de jóvenes, atraídos por su amabilidad, y también porque les cuenta siempre cosas nuevas. Al principio del año escolar recomendó a los profesores que no fuesen por entonces demasiado exigentes». Después de dos años el ‘Pequeño Seminario’ rebosa de muchachos que dan esperanza de vocación sacerdotal para la Diócesis de Casale y para la Congregación Salesiana. Entre ellos está Luis Lasagna, un muchacho inquieto, que llegará a ser el segundo Obispo misionero salesiano en América del Sur.
En el verano de 1865 en la Obra Salesiana de Valdocco las cosas no van bien. El administrador general don Alasonatti se está muriendo; fallecerá el 7 de octubre. Otros cuatro Salesianos de los más valiosos están fuera de combate por el trabajo agotador. El número de los jóvenes ha superado los 700. La construcción del Santuario de María Auxiliadora crece velozmente y exige gastos cada vez mayores. Don Bosco está sumergido en la necesidad de pedir limosna por medio de viajes, loterías, con una enorme mole de correspondencia. Hace falta una persona que tome con seguridad en su mano la situación: la vida disciplinada de los jóvenes, la gestión material de los talleres y de las escuelas, la vigilancia de los trabajos del Santuario. Personas de ese calibre Don Bosco sólo conoce una: Don Rua. Y lo manda inmediatamente llamar.
Don Provera, un gran Salesiano semi-inválido al que Don Bosco confía las tareas más delicadas y difíciles, llega a Mirabello. Entra en la dirección del Seminario Menor y encuentra que Don Rua está escribiendo una carta. «Don Bosco te pide que dejes la dirección a don Bonetti y vengas enseguida a Valdocco. Don Alasonatti está muriéndose. Cuando estés preparado, partimos». Don Rua llama a don Bonetti y le transmite algunas consignas. Después va a saludar a los muchachos que están en clase. Abraza a su madre diciéndole: «Don Bosco me llama. Tú por ahora quédate aquí: la cocina y el ropero te necesitan. Después ya te diré». Toma el breviario y le dice a don Provera: «Ya estoy dispuesto, vamos».
Wirth agudamente nota: «Le experiencia de Mirabello sirvió para desarrollar su espíritu de iniciativa personal, que tal vez habría sido un poco reservado si nunca hubiese estado lejos de Don osco». [12] En la acción de Don Rua en Mirabello había, sin embargo, algo más: era la prueba de que la Obra de Don Bosco podía trasplantarse, podía vivir y prosperar aun sin la presencia física de Don Bosco, con tal de que en la dirección hubiese una persona salesianamente valiosa: por esto el experimento positivo de Don Rua abrió horizontes sin fin para las Obras Salesianas.
“Harás de Don Bosco aquí, en el Oratorio”
Don Rua llega a Valdocco sin hacer ruido. Tiene un largo coloquio con Don Bosco que en síntesis le dice: «Has hecho de Don Bosco en Mirabello. Ahora lo harás aquí, en el Oratorio». Sobre sus frágiles hombros pone con confianza toda la responsabilidad: clases, talleres, jóvenes Salesianos que formar y estimular a los estudios y a los exámenes, la publicación de las Lecturas Católicas que cada mes deben llegar a miles de suscriptores, la construcción imponente del Santuario, la mayor parte de la correspondencia dirigida a él, que Don Rua debe leer, anotar y entregar a un Salesiano de confianza para que responda. «Yo debo ir de nuevo a Roma para la aprobación de nuestras Reglas. Estaré ausente más o menos dos meses, y conmigo llevaré a don Francesia. Te dejo todo. Alrededor de ti hay óptimos Salesianos. Mira cuáles son sus dotes, escógelos y ponlos a trabajar donde mejor creas. Además de trabajar, tendrás que coordinar el trabajo de los demás».
Don Rua se levanta tempranísimo. Dice la misa, hace la meditación de rodillas y reza como un ángel. Después se pone a trabajar con aquella concentración especial que él solo posee. Los Salesianos y los jóvenes que no lo veían desde hacía dos años, se dan cuenta de que algo profundo ha cambiado en él. No es ya el ‘prefecto de disciplina’. Entre los ochenta muchachos de Mirabello y ahora entre los setecientos de Valdocco, ha aprendido a ser como Don Bosco el‘director-padre’. La mano que empuña el mando es fuerte, pero el modo es afable y cariñoso.
Los trabajos son verdaderamente muchos. Se hacen pesadísimos en los meses en que se debe terminar la construcción del Santuario de María Auxiliadora: en el otoño de 1866 se pone la última piedra de la cúpula; ocho meses de trabajos intensos para las obras y los remates del interior; el 9 de junio 1867 es la solemne inauguración seguida por ocho días de funciones a altísimo nivel. «Durante todo aquel mes de junio –observa el concienzudo autor salesiano Augustin Auffray– no duerme más de cuatro horas cada noche. Tenía que preverlo todo, organizar, decidir, vigilar, animar» [13], mientras que Don Bosco estaba abrumado por una muchedumbre que quería hablar con él, recibir una bendición, obtener de la Virgen una gracia, entregar una limosna.
2. DON RUA “LA REGLA VIVIENTE”
Todo el trabajo se ha acabado. ¿Acaba también Don Rua?
Cuando acabaron todos los trabajos del Santuario, pareció que también Don Rua estaba acabado. Una mañana de julio, en el calor tórrido del julio turinés, en el portalón del Oratorio, cuando iba a salir, cayó en brazos de un amigo que estaba su lado. «Peritonitis fulminante» sentenció el médico llamado de inmediato. «No hay nada que hacer. Administradle los Santos Óleos». La penicilina estaba por inventar y la cirugía estaba todavía en pañales. Don Rua, con fiebre alta y con muchos dolores, llamaba a Don Bosco; pero él está en la ciudad. Se pusieron a buscarlo. Cuando llegó y le dijeron que Don Rua estaba en las últimas, hizo gestos incomprensibles. Había muchachos en la iglesia para el retiro mensual y se fue directamente a confesarlos. «Estad tranquilos, Don Rua no se va sin mi permiso», dijo al entrar en la iglesia. Salió muy tarde y, en vez de ir a la enfermería fue a tomar la cena que le habían guardado. Después subió a su habitación a dejar la carpeta con sus papeles y, por fin, mientras todos estaban en ascuas, fue a la cabecera de Don Rua. Vio el recipiente de la Unción y casi se enfada: «¿Quién ha sido el listo que ha tenido esa idea?». Después se sienta junto a Don Rua y le dice: «Óyeme bien. Yo no quiero, ¿entiendes? No quiero que te mueras. Tienes que curarte. Tendrás que trabajar y trabajar mucho a mi lado y nada de morirte. Óyeme bien: aunque te tirase por la ventana estando como estás, no te morirías». [14] Francesia y Cagliero lo habían visto y oído todo, y se convencieron de que Don Bosco, que hablaba en los sueños con la Virgen y le arrancaba favores imposibles, tenía la garantía de que a ‘aquel muchacho’, el único que había sobrevivido de todos sus hermanos, la Virgen lo iba a dejar junto a él por toda la vida.
El 14 de agosto de 1876 un Salesiano, después de la cena, le preguntó a quemarropa: «¿Es verdad que muchos Salesianos han muerto de exceso de trabajo?». Don Bosco respondió: «Si fuese verdad, la Congregación no habría sufrido por ello ningún daño, al contrario… Pero no es verdad. Uno solo podría merecer el título de víctima del trabajo, y es Don Rua, lo veis perfectamente; pero para fortuna nuestra el Señor nos lo conserva fuerte y vigoroso». [15]
Don Bosco le comunica su mente y su corazón
Después de tres semanas de convalecencia, Don Rua vuelve a ser, delicado y fuerte como antes, el hijo fidelísimo de Don Bosco, que le confía, año tras año, los encargos más importantes: la elección y la formación de los que piden entrar como Salesianos, la designación de los Hermanos para las diferentes obras que se están abriendo en el norte de Italia, la primera visita a esas obras en 1872 para orientarlas y mantenerlas en el camino de la auténtica salesianidad. En 1875 comparte con él la preparación de la primera expedición misionera a América del Sur. En 1876 le confía la Dirección general de las Hijas de María Auxiliadora, fundadas cuatro años antes, en sustitución de don Cagliero que había partido para las misiones. Lo quiere junto a sí en los grandes y fatigosísimos viajes que realiza, pidiendo limosna, en Francia y España. Día tras día, Don Bosco hace de Don Rua su sucesor a la cabeza de la Congregación Salesiana. Más con sus actitudes que con sus palabras, le transmite sus pensamientos, sus orientaciones, su manera de afrontar las cosas, su confianza total y serena en Dios y en María Auxiliadora. Especialmente en los últimos viajes, Don Bosco se entretiene íntimamente con él, le habla del presente y del futuro, de la Congregación Salesiana que es obra de la Virgen. Deben no sólo considerarla obra suya, sino amarla y preservarla del mal y de la decadencia, acercándose a los Hermanos, animándolos a observar las Reglas como camino que conduce a la salvación y a la santidad. En una palabra: Don Bosco le comunica su mente y su corazón. «Don Rua encontró su camino espiritual en la contemplación de Don Bosco». [16]
Convertirse en Don Bosco día a día
Entre el cúmulo de las ocupaciones en todos aquellos años Don Rua es siempre el Director de los numerosísimos jóvenes que llenan Valdocco: estudiantes, artesanos, aspirantes salesianos, jovencísimos Salesianos. Don Rua se esfuerza por «convertirse en Don Bosco» en todo, también en su actitud externa. Es verdad que el aspecto físico y el temperamento son diversos. «Sus maneras, su voz, sus rasgos, su sonrisa, no tenían aquella misteriosa fascinación que atraía y encadenaba a los jóvenes a Don Bosco. Pero era para todos el padre solícito y afectuoso, preocupado por comprender, animar, sostener, perdonar, iluminar, amar», como había comenzado a serlo en Mirabello. [17] Y los jóvenes de Valdocco, zahoríes infalibles como todos los jóvenes del mundo cuando hay que entender quién los quiere y quién en cambio ‘sólo finge’, demostraron con los hechos que reconocían en él a un amigo y a un padre.
Junto al confesionario de Don Bosco, en la sacristía del Santuario de María Auxiliadora, estaba el de Don Rua. Y durante treinta años los jóvenes lo buscaban cada mañana, rodeando el confesionario como el de Don Bosco. Y cuando curó milagrosamente de la grave enfermedad volvió a asomarse tímidamente por el pórtico, lo rodeó la alegría conmovida de los muchachos. A la hora del recreo, como hacía siempre en Mirabello, volvió a estar entre los muchachos, como el más alegre y el más movido de los Salesianos. Al principio no se atrevió a lanzarse en las tumultuosas carreras de «barra rota», sino que se metía entre los más pequeños, tirando también él las canicas de barro con el pulgar; y en las serenas noches de aquel verano, bajo el cielo constelado de estrellas, confundido entre los coros de voces juveniles, cantaba con toda el alma y con enorme satisfacción.
No era siempre cosa fácil animar una muchedumbre de jóvenes como aquella haciendo de ellos una gran familia, como siempre quería Don Bosco, porque ese era su sistema educativo. Hacía falta impulsar a los mejores, animarlos para que se uniesen en grupos apostólicos, como la Compañía de la Inmaculada, la del Santísimo Sacramento, de San José, de San Luis, el Clero Infantil, indicar con votos secretos a los mejores en conducta dignos de pequeños premios, señalarlos discretamente como ejemplos que seguir. ¡Son estasélites las que arrastran a la masa! Don Rua y los Salesianos conocían y usaban muy bien estos instrumentos educativos, que Don Bosco había utilizado con ellos cuando eran muchachos.
Había que animar también a los mediocres, frenar a los peores, que siempre los hay en una masa. Para hacerlo Don Rua presidía cada semana la reunión de asistentes y maestros. En un cuaderno se anotaban las correcciones que hacer, los desórdenes que prevenir, las advertencias que sugerir. La mayor parte de ellas las realizaba los días siguientes Don Rua. Un discípulo suyo de aquellos tiempos
escribe: «…se le quería como a un padre. Y era porque a todos nos trataba con bondad. Cuando tenía que corregir, reñir, castigar, sabía endulzar lo amargo, suavizar el reproche, trayendo a la emoria del culpable un pasado intachable, o evocando un porvenir reparador. Así, la mayor parte de las veces, éste mostraba su arrepentimiento y su firme propósito antes de que le castigaran. Así resultaba inútil el castigo y, con frecuencia, ya no se hablaba más del asunto, con gran alegría el culpable, que salía de la habitación con el corazón conquistado y admirado de la bondad de su superior». [18]
Pero sería un gran error considerar al Oratorio un lugar en el que se debía recurrir a los castigos para mantener a los jóvenes en orden. Entre aquellos muchachos crecían los grandes Salesianos, que año tras año llevaban y llevarían la luz de la fe a toda la América meridional hasta el umbral del Polo Sur. La segunda generación de Salesianos, que se iba a diseminar bien pronto en una docena de naciones de Europa, América y Asia, estaba creciendo en aquella masa de muchachos que llenaban las aulas y los grupos apostólicos, gritaban alegres en las movidísimas partidas de guardias y ladrones y en la iglesia rezaban como ángeles, en la merienda vaciaban los cestos llenos de pan fragrante recién salidos de los hornos que estaban debajo del Santuario y por la noche cantaban alegremente bajo las estrellas. Era una constelación de nombres prestigiosos: los «jovencitos» Unia, Milanesio, Balzola, Gamba, Paseri, Rota, Galbusera, Rabagliati, Fassio, Caprioglio, Vacchina, Forghino… hasta los ‘niños’ Versiglia y Variara, que hoy veneramos entre los santos y los beatos. Había entre ellos muchachos que nada tenían que envidiar a Domingo Savio.
En 1876 –cuenta don Vespignani en una página memorable de su «Un año en la escuela de Don Bosco»– vino de Brasil a visitar a Don Bosco el Obispo de Rio de Janeiro, Pietro Lacerda. Había leído algo sobre Domingo Savio y le habían impresionado los dones extraordinarios que Dios le había dado. Le hizo a Don Bosco una petición desconcertante: poder hablar con algunos muchachos que fuesen tan buenos como Domingo, «porque necesito que me resuelvan algunos temores que tengo sobre mis responsabilidades ante Dios». Don Bosco hizo que viniesen cinco muchachos de rostro sereno, todos ellos respetuosos hacia el Obispo, abiertos y sinceros». [19] El Obispo de Río le expuso a cada uno de ellos «su condición: una inmensa ciudad, casi un millón de almas que salvar, poquísimos sacerdotes, muchos enemigos de Dios reunidos en sectas; mientras predicaba le habían tirado piedras… Él, el Obispo ¿tenía responsabilidad, culpas?… Quedaron casi asustados por aquel horrible cuadro. Pero todos me absolvieron de toda culpa –me dijo el Obispo– y me libraron del gran peso de la responsabilidad, prometiéndome que rezarían». [20] Estos eran los muchachos que vivían en Valdocco bajo la dirección cariñosa de Don Bosco y de Don Rua. De todos modos, Don Bosco entendió que el cargo de ‘corrector’ podía perjudicar la figura de Don Rua, en quien debía brillar sólo la paternidad dulce y amable, para convertirse pronto en el ‘segundo Padre’ de la Congregación. Y aquel cargo se lo confió a otros.
Las ‘Reglas’ aprobadas por Roma se convierten en camino de santidad
El 3 de abril de 1874 Valdocco se llenó de fiesta: un telegrama de Don Bosco enviado desde Roma anunciaba que la Santa Sede había aprobado definitivamente las ‘Reglas’ de la ‘Pía Sociedad de San Francisco de Sales’. Los Salesianos nacían oficialmente en la Iglesia y se colocaban junto a las grandes familias religiosas nacidas a lo largo de los siglos: Benedictinos, Franciscanos, Dominicos, Jesuitas… Aquel sencillo librito de 47 páginas, dividido en 15 capítulos, era el camino que el Señor, a través del Papa, señalaba a los Salesianos como «camino de la santidad». Entre los 15 capitulitos destacaban los tres centrales, que fijaban las líneas de la consagración al Señor por medio de los votos de obediencia, pobreza y castidad. En la carta con la que presentaba las Reglas a sus hijos, Don Bosco escribía: «En la observancia de las Reglas nos apoyamos en bases estables, seguras, podemos decir que infalibles, al ser infalible el juicio del Jefe Supremo de la Iglesia que las ha sancionado».
Desde aquel momento –declaran los testigos– Don Rua fue fidelísimo en la observancia. Él tradujo en la práctica cada disposición con extraordinaria exactitud. Hasta le llamaron «la Regla viviente». Para él no había distinción entre reglas más o menos importantes. Afirmaba: «Nada puede considerarse pequeño desde el momento en que está contenido en la Regla».
Don Julio Barberis en el proceso de beatificación de Don Rua atestiguó: «Cuando las Reglas fueron aprobadas por la Santa Sede, se figuró que el mismo Señor las había confeccionado, y se habría sentido gravemente culpable si hubiese transgredido aun una sola… Ni sus compañeros con los que traté, ni yo mismo podemos afirmar que le vimos cometer una sola desobediencia… Fue siempre admirable la prontitud que tuvo en obedecer también a las pequeñas reglas, por ejemplo el silencio… No pensó sino en destruir en sí mismo la propia voluntad, para hacer en todo la voluntad del Señor». [21] «Él insistía en decirnos que el Señor no pretende de nosotros cosas extraordinarias, sino la perfección en la cosas pequeñas, quiere la ejecución de cada regla, dando a cada regla una importancia grandísima, y que este es el medio de levantar el gran edificio de la santidad» [22]
Don Juan Bautista Francesia, compañero suyo desde los primerísimos días del Oratorio e íntimo amigo, atestiguó: «Fue ejemplarísimo en la observancia de las Reglas de nuestra Pía Sociedad… La obediencia a las Reglas era para él superior a cualquier consideración. El amor que sentía a las Reglas le hacía extraer del corazón un lenguaje tiernísimo: ‘Dios nos ha dado un código que nos sirve de guía por los caminos del Paraíso. Amemos mucho este código, consultémoslo con frecuencia, y cuando dejamos de leerlo besémoslo con expresión de amor y de reconocimiento a Dios’». [23]
“Don Rua me estudiaba a mí y yo estudiaba a Don Rua”
Don José Vespignani, que será un grandísimo Salesiano y misionero en América del Sur, llegó a Valdocco en 1876. Sacerdote recién ordenado con 23 años, había venido de Faenza para estar con Don Bosco. En su sencillo «Un año en la escuela de Don Bosco» nos ha dado un cuadro vivísimo de la actividad de Don Rua, del que fue uno de los secretarios en los primeros años. Con la sensibilidad que en general no tiene el que vive la normalidad de la vida diaria, fotografió la atmósfera y el ambiente de Valdocco, animados por la presencia de dos santos: Don Bosco y Don Rua.
«Desde el primer día –escribe– me puse de corazón a las órdenes de mi querido superior Don Rua. ¡Cuántas cosas aprendí en aquella escuela suya de piedad, de caridad, de actividad salesiana! La suya era una cátedra de doctrina y de santidad; pero era sobre todo una palestra de formación salesiana. Cada día admiraba más en Don Rua la puntualidad, la constancia incansable, la religiosa perfección, la abnegación unida a la más suave dulzura. ¡Cuánta caridad, qué bellas maneras para encaminar a un dependiente suyo en el trabajo que quería confiarle! ¡Qué delicado estudio, qué penetración en conocer y experimentar sus capacidades para educarlas de modo que fueran útiles para la Obra de Don Bosco!…
El despacho de Don Rua era un lugar de piedad y de oración. Apenas se entraba él recitaba devotamente el avemaría y después leía un breve pensamiento de san Francisco de Sales; terminaba del mismo modo, con la lectura de una máxima de nuestro Santo y el avemaría. Por la mañana nos tenía preparada una buena cantidad de cartas apostilladas por él. Con frecuencia venían con notas del mismo Don Bosco, que dejaba al criterio de Don Rua el trámite de encargos, admisión gratuita de jovencitos, agradecimiento por limosnas, peticiones de aspirantes. Yo respondía siguiendo las indicaciones del margen, considerándome feliz por poder interpretar el pensamiento y los sentimientos de los Superiores y aun de imitar su estilo breve, dulce y sustancioso, que veía que era propio de los Salesianos. Así Don Rua me estudiaba a mí para hacerme hábil en los deberes de mi vocación; pero también yo le estudiaba a él y en él a Don Bosco, del que él aparecía como fiel intérprete y vivo retrato en cada momento de su conducta… El mismo trabajo se alternaba y condimentaba con sentimientos de piedad, porque todas aquellas apostillas de Don Bosco y de Don Rua, que yo debía desarrollar en las cartas de respuesta, se inspiraban en la fe y en la confianza en el Señor y en María Santísima: eran verdaderas incitaciones a orar, a resignarse, a recibir todo de la mano de Dios, a descansar en la divina Bondad; se consolaba, se animaba, se aconsejaba; se prometían oraciones, se aseguraban las oraciones de los jovencitos y la bendición de Don Bosco. No era raro dar pareceres y sugerencias sobre la vocación, se indicaban las condiciones para ser admitidos como aspirantes o hijos de María… Se ejercitaba, pues, un verdadero apostolado de piedad y de caridad, mientras que se ejecutaban las consigna del mando supremo, es decir, la dirección general de toda la Obra de Don Bosco.
Aquella habitación, además, era meta de visita de sacerdotes y Directores, de Cooperadores de toda condición y de jovencitos. Si no se trataba de temas reservados, también el secretario oía a los visitantes, completando cada día más su conocimiento sobre el movimiento interno y exterior del Oratorio y aprendiendo cómo se hace para buscar en todo la gloria de Dio y el bien de las almas… La habitación-despacho de Don Rua fue para mí un alto puesto de observación, desde donde descubría todo el movimiento característico de la Sociedad Salesiana; fue como el puente de mando de una gran nave, donde está el capitán, que estudia la ruta para evitar los escollos y mirar con seguridad al puerto y, al mismo tiempo, imparte las órdenes para el gobierno de toda su gente… Junto a Don Rua me iba formando una idea grandiosa y bella de toda la Congregación y de toda la Obra de Don Bosco». [24]
Desde allá arriba pudo Vespignani observar los patios inundados de muchachos que, junto a sus asistentes, se entregaban a diferentes juegos o a conversaciones alegres. Sigue todavía: «Se me explicó que aquellos sacerdotes y seminaristas tenían, en las clases y en el estudio, un sistema o método especial para guiar a sus discípulos al cumplimiento de sus deberes. Lo mismo en los talleres. Don Rua se tomaba muy a pecho la formación de los clérigos, cuya escuela de filosofía y teología era objeto de su atención. ‘Así es, pensaba, como trabajan todos estos Salesianos, sacerdotes, clérigos y coadjutores, con un mismo fin y todos de acuerdo con el único fin de salvar las almas». [25] Aprendió también el modo con que se vivía entre los Salesianos. Cuando Don Rua lo envió al Prefecto externo, don Bologna, para que sus datos personales se hiciesen constar en el registro general, al oír su edad, 23 años, don Bologna le miró y con palabras alegres «me dijo: ‘¿Y por qué se pone usted tan serio?’ (entonces en los seminarios se enseñaba que los sacerdotes tenían que mantener un porte de «gravedad sacerdotal»). Aquellas palabras me hicieron reflexionar en el aire que debía dar a mi cara, en las palabras y los modos para darme aspecto de Salesiano y de verdadero hijo de Don Bosco. A mi alrededor todo sonreían, incluido Don Bosco: todos me miraban y se me acercaban como amigos y hermanos; parecían conocidos y amigos de tiempos pasados.. [26]
«Había leído en las Reglas que de vez en cuando convenía que los Salesianos hablasen con su Superior y Padre de cosas espirituales». Pero Don Bosco estaba muy ocupado y pedí a Don Rua, que era Director, poder hablar con él. Él tenía que ir a Valsalice a confesar a los muchachos. Le dijo: «Toma tu sombrero y vamos. De camino hablamos». «Así tuve mi primer coloquio». Don Rua le preguntó qué le había causado buena impresión los primeros días y qué, en cambio, le había impresionado mal. «Lo que más he admirado ha sido, no sólo ver la santidad de Don Bosco, sino también encontrar en todas partes Superiores tan unidos a él; todavía más, digámoslo claramente, tan parecidos a él en el comportamiento, en el modo de hacer y de tratar, que en todo y para todo se ve el espíritu del Fundador y del Padre». «Tienes razón, hijo mío querido; esta unidad de pensamiento, de afecto y de método procede de la educación de familia que Don Bosco ha dado a los suyos, ganándose nuestros corazones e imprimiendo en ellos todo su ideal. ¿Y de desagradable?» «Para mí, todo fue edificante. El clero infantil, la banda de música y, sobre todo, las Compañías de San Luis, de San José, del Smo. Sacramento… Sus socios ejercen una influencia beneficiosa sobre los compañeros». [27]
La mano de Don Bosco en la de Don Rua
De 1875 a 1885 Don Bosco vive su década más intensa, pero quema también inexorablemente su vida. Junto a él, cada vez más como brazo derecho, trabaja con intensidad y silencio Don Rua, recibiendo crecientes responsabilidades. Día a día se convierte a los ojos de todos en «el segundo Don Bosco». En 1875 parte para América del Sur la primera expedición misionera salesiana. Los años siguientes Don Bosco funda los Cooperadores Salesianos y da comienzo al "Boletín Salesiano"; parten para las misiones las primeras Hijas de María Auxiliadora, de las que Don Rua es Director general; don Juan Cagliero se convierte en el primer Obispo salesiano; y el Papa elige a Don Rua como ‘Vicario’ de Don Bosco, preparado para sucederle. Es él, en la noche del 30 al 31 de enero de 1888, el que toma la mano de Don Bosco moribundo y la guía en la última bendición a la Familia salesiana. La mano que Don Bosco ofrecía a un muchachito diciéndole: «Toma, Miguelito, toma», ahora aprieta por última vez la mano de Miguelito convertido en su vicario; y le entrega todo, todo lo que él ha hecho en la tierra por el Reino de Dios.
3. DON RUA: LA FIDELIDAD A LA VIDA CONSAGRADA “PARA TODA LA VIDA”
En la carta el 30 de diciembre a todos los Salesianos para dar las últimas noticias sobre la salud de Don Bosco, Don Rua escribía: «Ayer por la noche, en un momento en el que podía hablar con menor dificultad, mientras estábamos junto a su lecho mons. Cagliero, don Bonetti y yo, dijo entre otras cosas: "Recomiendo a los Salesianos la devoción a María Auxiliadora y la Comunión frecuente". Yo añadí entonces: "Esto podría servir para aguinaldo del nuevo año para mandar a todas nuestras Casas". Él replicó: "Que esto sea para toda la vida". [28] Cada sugerencia de Don Bosco era para Don Rua una orden. Aquellas palabras, que eran la continuación coherente de toda una vida, las guardó Don Rua en el corazón: aquellos eran los caminos por donde Don Bosco le ordenaba que caminase la Congregación «para toda la vida». Don Rua fue, como siempre, fidelísimo a la consigna: Jesús Eucaristía, María Auxiliadora, junto a los tres votos y a la fidelidad total a Don Bosco. Con su ejemplo heroico, además de su palabra, atestiguaría que ese era el camino salesiano para la santidad.
Fidelidad fecunda a Don Bosco
Más de un Cardenal en Roma, a la muerte de Don Bosco, acaecida el 31 de enero de 1888, estaba persuadido de que la Congregación salesiana desaparecía rápidamente; Don Rua tenía apenas 50 años. Era mejor enviar a Turín un Comisario pontificio que preparase la unión de los Salesianos con otra Congregación de probada tradición. «Muy rápidamente - atestiguó bajo juramento don Julio Barberis - mons. Cagliero reúne al Capítulo (es decir, el Consejo Superior de la Congregación) con algunos de los más ancianos y se escribió una carta al Santo Padre en la que todos los Superiores y ancianos declararon que, todos de acuerdo, aceptaban como Superior a Don Rua, y no sólo se someterían, sino que lo aceptarían con gozo. Yo estaba entre los firmantes… El 11 de febrero el Santo Padre confirmaba y declaraba a Don Rua en el cargo por doce años según las Constituciones». [29]
El Papa León XIII había conocido personalmente a Don Rua y sabía que bajo su dirección los Salesianos continuarían su misión. Y así sucedió. Los Salesianos y las obras salesianas se multiplicaron como los panes y los peces en las manos de Jesús. Don Bosco en su vida había fundado 64 obras; con Don Rua serían 341. Los Salesianos, a la muerte de Don Bosco, eran 700; con Don Rua, en 22 años de dirección general, llegarían a ser 4.000. Las misiones salesianas, que Don Bosco había querido y comenzado con mucho tesón, se extendieron durante su vida a la Patagonia y a la Tierra del Fuego; Don Rua multiplicó el arrojo misionero, y los Salesianos misioneros llegaron a las selvas de Brasil, Ecuador, México, China, India, Egipto y Mozambique.
Para que a aquellas enormes distancias la fidelidad a Don Bosco no disminuyese, Don Rua no tuvo miedo de viajar a lo ancho y a lo largo en los incómodos trenes de aquel tiempo, siempre en clase económica. Toda su vida viajó muchísimo. Atestigua don Julio Barberis: «En varias peregrinaciones me llevó como compañero. Don Rua llegaba a sus Salesianos donde estuviesen, les hablaba de Don Bosco, despertaba en ellos su espíritu, se informaba paternamente, pero cuidadosamente, de la vida de los Hermanos y de las obras, y dejaba escritas directrices y advertencias para que floreciese la fidelidad a Don Bosco… No sólo atendía al bien de la Congregación en lo exterior - sigue atestiguando don Julio Barberis - sino que su pensamiento principal era consolidar cada vez mejor la Congregación en su interior. A este fin, el año 1893, nos convocó a mí y a otros dos Superiores, y nos condujo a Rivalta Torinese, para que entre todos estableciésemos varios medios para poder hacer progresar cada vez más a la Congregación, retocando los Reglamentos y añadiendo algunos que se juzgaban necesarios». [30]
Jesús: comida en la Eucaristía y amor misericordioso en su Corazón
En la carta-testamento que escribió para todos los Salesianos antes de morir, Don Bosco afirmaba: «Vuestro primer Rector ha muerto. Pero nuestro verdadero superior, Cristo Jesús, no morirá. Él será siempre nuestro maestro, nuestro guía, nuestro modelo; pero recordad que, a su tiempo, Él mismo será nuestro juez y recompensará nuestra fidelidad en su servicio». [31]
Ésta fue, desde su infancia, una convicción de Miguel Rua. En la circular que envió el 21 de noviembre de 1900 refleja y desarrolla estas palabras diciendo a todos los Salesianos: «Qué hay de más sublime en el mundo que exaltar en nosotros y hacer conocer y exaltar por otros el inmenso amor de Jesús en la redención; exaltar en nosotros y hacer conocer y exaltar en los otros el amor de Jesús en su nacimiento, en sus enseñanzas, en sus ejemplos, en sus sufrimientos…, en instituir la Santísima Eucaristía, en soportar su dolorosísima pasión, en dejarnos a María por madre, en morir por nosotros…, y diría, aún más, en querer estar con nosotros hasta el fin de los tiempos en el adorable Sacramento del Altar». [32]
Sobre su amor a Jesús Eucaristía, los testimonios en el proceso de beatificación son muy explícitos. Don Juan Bautista Francesia y Don Julio Barberis afirman que, al llegar a una casa salesiana, su primera petición era: «Llevadme a saludar al Dueño de la casa». Y con esto entendía la iglesia, donde se arrodillaba un largo rato ante el tabernáculo. Don Francesia añade que con frecuencia pasaba ‘gran parte de la noche para hacer compañía –como él decía– al Solitario del Tabernáculo. Atestigua también: «Quería que el Smo. Sacramento fuese el centro de todos nuestros corazones. Iba repitiendo: ‘Hagámonos un tabernáculo en nuestro corazón y mantengámonos siempre unidos al Smo. Sacramento’. [33]
La fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, instituida en 1856, difundió cada vez más en el mundo cristiano el culto a este símbolo del amor misericordioso de Jesús. El Papa León XIII dio un impulso especial a este culto, y especialmente los días que marcaban el paso del siglo XIX al XX, exhortó a todos los cristianos a consagrarse al Corazón de Jesús, componiendo él mismo una larga fórmula de consagración. Don Rua quiso que la noche entre el 31 de diciembre de 1899 y el 1 de enero de 1900 los Salesianos, las Hijas de María Auxiliadora, los Cooperadores y todos los jóvenes de las obras salesianas hiciesen esa consagración. En el Santuario de María Auxiliadora, él mismo con los Superiores mayores, los Salesianos y los jóvenes, pasó aquella noche en oración, y hacia la medianoche su voz, unida a las de todos los presentes, pronunció despacio y solemnemente el acto de Consagración.
“Todo lo que hemos hecho, se lo debemos a María Santísima Auxiliadora”
Miguel Rua fue el primer Salesiano, y fue el día de la Anunciación del Ángel a María. Lo recuerda él mismo en la deposición en el Proceso de beatificación de Don Bosco: «En 1855, el día de la Anunciación de María Sma., yo, el primero, haciendo segundo año de filosofía, emití los votos por un año». Viviendo junto a Don Bosco 36 años, absorbió su espíritu, cuyo componente esencial era la devoción a María Auxiliadora. El testigo Lorenzo Saluzzo afirma: «Recuerdo de modo especial haber oído al Siervo de Dios estas palabras: ‘No se puede ser buen Salesiano si no se es devoto de María Auxiliadora’». [34]
Don Bosco construyó el Santuario de María Auxiliadora y Don Rua lo hizo restaurar embellecer, decorar. La solemne ‘coronación de la imagen de María Auxiliadora realizada en el Santuario de Valdocco el año 1903, la obtuvo él del Papa, y la realizó el Cardenal Richelmy, Legado pontificio. El 17 de febrero anunciaba a los Salesianos el gran acontecimiento diciendo: «Procuremos hacernos menos indignos de nuestra celestial Madre y Reina, y prediquemos con celo cada vez mayor sus glorias y su materna ternura. Ella inspiró y guió prodigiosamente a nuestro Don Bosco en todas sus grandes empresas; Ella siguió y sigue hoy esa materna asistencia en todas nuestras obras, por lo que podemos repetir con Don Bosco que todo lo que tenemos se lo debemos a María Sma. Auxiliadora». [35] El día de la coronación, 17 de mayo, fue solemnísimo, en medio de un verdadero mar de gentes. Testimonia don Melchor Marocco: «Don Ubaldi y yo éramos sacerdotes de honor del Legado Pontificio, y por tanto pudimos observar la actitud verdaderamente estática de Don Rua que, cuando vio colocar a Su Eminencia las coronas sagradas sobre la cabeza del Niño y de la Virgen, rompió a llorar inconteniblemente, cosa que nos asombró no poco, porque conocíamos el dominio absoluto que él tenía sobre sí mismo». [36]
El 19 de junio, relatando los acontecimientos a todos los Salesianos del mundo, Don Rua escribía: «Me es dulce pensar que la coronación de la taumatúrgica imagen de María Auxiliadora producirá entre los Salesianos extendidos por todo el mundo ubérrimos frutos. Ella aumentará nuestro amor, nuestra devoción y nuestro agradecimiento hacia nuestra celestial Patrona, a la que debemos todo el bien que se ha podido hacer… En estas solemnidades nuestras el nombre de María Auxiliadora estuvo siempre unido al de Don Bosco, que con sacrificios inauditos levantó este Santuario, con la palabra y con la pluma se hizo el apóstol de su devoción, y en su potentísima intercesión había puesto toda confianza. ¡Qué dulce espectáculo ver a tantos peregrinos que, después de haber satisfecho su piedad en la iglesia, pasaban todos a visitar con profunda veneración las habitaciones de Don Bosco! No dudo en absoluto de que, al aumentar entre los Salesianos la devoción a María Auxiliadora, irá también creciendo la estima y el afecto hacia Don Bosco, no menos que el empeño en conservar su espíritu y en imitar sus virtudes». [37]
A Don Rua le debemos los Salesianos la recitación cotidiana de la oración de consagración a María Auxiliadora después de la meditación, así como la procesión de la estatua de María Auxiliadora por
las calles de Turín, que quiso que se hiciese la primera vez en 1901, y que se convirtió rápidamente en una bella y veneranda tradición para la ciudad y para todo el Piamonte.
En los apuntes de sus predicaciones a la gente se lee: «En todas las necesidades encontramos en María SS. nuestra abogada; y todavía está por encontrar al que haya recurrido en vano a Ella. Afortunados, pues, nosotros por ser hijos de tal madre… Honrémosla, amémosla nosotros y hagámosla amar por los demás, esforcémonos por hacerla conocer como amparo de los cristianos, recurramos a Ella como segura defensa en las enfermedades, en los reveses de fortuna, en las familias que viven en discordia, para impedir ciertos escándalos graves, en los pueblos, en las ciudades. Pero si queremos hacerle un obsequio verdaderamente agradable, procuremos prestar un cuidado especialísimo a la juventud… De modo especial cuidemos a la juventud pobre». [38]
Las Hijas de María Auxiliadora, llamadas por la gente «las monjas de Don Bosco», fueron fundadas por el Santo en 1872, y fueron llamadas por él «el monumento vivo de su gratitud a la Virgen santa». [39] Se multiplicaron de manera rapidísima, e hicieron un bien incalculable a la juventud pobre y marginada. Don Rua, devotísimo de María Auxiliadora, legó estrechamente su nombre al de sus ‘Hijas’. A la muerte de Don Bosco, la Superiora general Madre Daghero escribió a Don Rua confiándole con plena seguridad el Instituto de las FMA. Él que lo había visto nacer y lo había seguido en su gradual desarrollo, lo cuidó como una sagrada herencia que le dejaba Don Bosco, y derramó en él con atención asidua la riqueza de su pensamiento y de su corazón. Su figura se encuentra en cada página de la historia de las FMA durante más de veinte años.
Es un periodo muy rico de expansión y de actividad. Se abren casas en mucha naciones de Europa, en Palestina, en África y en varias repúblicas de América. Surgen obras nuevas reclamadas por las exigencias de los tiempos, especialmente para la atención de las jóvenes obreras; se abren nuevos campos misioneros de primera línea; se da una dotación mejor a las escuelas.
En sus muchos viajes, Don Rua extiende también sus visitas a las casas de las FMA: en todas ellas deja su palabra de Santo, ilumina, sostiene, guía. En todas ellas se interesa por cada cosa, y nunca se siente cansado y con prisas. Hace sugerencias y da consejos que buscan siempre y sólo el bien. Sus cartas, escritas con letra clara y menuda, a veces en recortes de papel, tienen el don de la sencillez y
el perfume de la interioridad..
Obediencia
La consagración a Dios de todo religioso se funda en el ofrecimiento de sí mismo por medio de los consejos evangélicos de obediencia, pobreza y castidad. El primero de estos consejos, según la tradición salesiana, es la obediencia. Al final de 1909 Don Rua tenía ya 72 años y su salud estaba gravemente afectada. El 1 de enero de ese año escribe su penúltima carta a todos los Salesianos. En ella decía: «Las Constituciones salidas del corazón paterno de Don Bosco, aprobadas por la Iglesia, infalible en sus enseñanzas, serán vuestra guía, vuestra defensa en todo peligro, en toda duda y dificultad. Con san Francisco de Asís os diré: Bendito sea el religioso que observa sus santas Reglas. Ellas son el libro de la vida, la esperanza de la salvación, la médula del Evangelio, el camino de la perfección, la llave del Paraíso, el pacto de nuestra alianza con Dios». [40]
En toda su vida Don Rua había manifestado una obediencia absoluta, tan ‘absoluta’ que Don Bosco alguna vez bromeaba. En la deposición para el proceso de beatificación, el Rector Mayor don Felipe Rinaldi testificó: «Don Bosco llegó a decir: ‘A Don Rua no se le dan órdenes ni siquiera en broma’, tal era su prontitud en ejecutar cualquier cosa que le dijese el Superior… A Don Rua le resultaba facilísima la obediencia, porque era profundamente humilde. Humilde en el comportamiento, humilde en las palabras, humilde con los grandes y los pequeños». [41] Y no obstante también la humilde obediencia de Don Rua fue sometida a dos durísimas pruebas. De la Santa Sede recibió dos órdenes que hirieron en lo más vivo su sensibilidad.
Hasta 1901 «los Superiores y Directores Salesianos, fieles al ejemplo de Don Bosco, veían grandes ventajas en confesar ellos mismos tanto a los religiosos como a los alumnos de sus casas. Don Rua confesaba con gusto en el Oratorio y fuera de él, porque estaba convencido de que esta tradición era uno de los ejes del método salesiano. Por eso quedó dolorosamente sorprendido cuando un decreto del 5 de julio de 1899 prohibió a los Directores de las casas de Roma confesar a los alumnos. Según el Santo Oficio, esta norma estaba dirigida a salvaguardar la libertad de los penitentes y a evitar posibles sospechas sobre el gobierno del superior. Temiendo, justamente, que se llegase a disposiciones para más extensión, Don Rua trató de contemporizar. Pero un segundo decreto, del 24 de abril de 1901, prohibía explícitamente a todos los Superiores Salesianos escuchar en confesión a cualquier persona dependiente de ellos. Entonces, encontrándose preso entre dos fidelidades, intentó dar algún paso, que le supuso una convocatoria en Roma, donde tuvo que sufrir una corrección personal del Santo Oficio; y se le intimó a que dejase inmediatamente Roma. Él se sometió sin dudarlo, pero con el alma profundamente dolorida». [42]
Don J. Barberis, que vivió junto a Don Rua aquellas dolorosas y tensas jornadas, dejó este testimonio: «Tal vez sea yo el único que conozca las cosas en todos sus detalles… Don Bosco introdujo en nuestras casas la práctica de que el Director fuese también confesor: no puso esto como obligación; no consta en ningún artículo de las Constituciones, ni de los Reglamentos, pero se introdujo por sí misma y no se advirtió ningún inconveniente… Por tratarse de una costumbre introducida por Don Bosco, costumbre mantenida durante casi 70 años, y al constar en el Decreto ‘Los Superiores provean dentro del año…’, Don Rua se creyó autorizado a seguir algún tiempo como hasta entonces… para tener tiempo de aconsejarse… con importantísimos personajes, entre los que recuerdo al Card. Svampa, Arzobispo de Bolonia… Pero apenas advirtió en toda su extensión la importancia del Decreto, inmediatamente se apresuró a comunicarlo a toda la Congregación, con fecha de 6 de julio de 1901». [43]
En 1906 otra decisión de la Santa Sede forzó su obediencia a una nueva dura prueba, aceptando que se afectase nuevamente la herencia recibida de Don Bosco. Desde su fundación, el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora estaba agregado a los Salesianos. La unión de las dos Congregaciones estaba asegurada por una dirección común. «El Instituto de las FMA –decían sus Reglas– está bajo la alta e inmediata dependencia del Superior General de la Sociedad de San Francisco de Sales… Concretamente, este Superior delegaba sus poderes en un sacerdote salesiano, que tenía el título de Director general del Instituto FMA. En el plano local, se hacía representar por los Inspectores. El gobierno interno del Instituto, en cambio, estaba en las manos de la Superiora general y de su Capítulo. Don Bosco consideraba preciso este régimen». [44]
Para poner orden en las familias religiosas que proliferaban en las últimas décadas, la Santa Sede publicó un Decreto que ordenaba: una Congregación femenina de votos simples no debía depender de ningún modo de una Congregación masculina de la misma naturaleza. El quinto Capítulo general de las FMA, reunido en 1905, manifestó temor y ansiedad ante aquella decisión. Aun declarando la debida obediencia a lo que disponía la Iglesia, con votación unánime declaraban que era su voluntad depender del Sucesor de Don Bosco: bajo esa dependencia el Instituto había tenido su rápido e inesperado desarrollo, a los Salesianos habían recurrido cuando habían surgido dificultades con las autoridades civiles y religiosas; su seguridad para el futuro la tenían en el espíritu del Fundador común. Pero Roma respondió exigiendo la obediencia. Cuando se informó al Capítulo general, escribe don Eugenio Ceria, fue como un rayo en un cielo azul. El Papa Pío X, cuando recibió a la Madre General y a sus Consejeras, con sentido de grande y cordial comprensión, dijo: «Estad tranquilas: se trata sólo de una separación material y nada más».
En 1906 la Santa Sede transmitió a Don Rua el texto modificado de las Constituciones de las FMA. En 1907 el texto se entregó al Capítulo extraordinario de las FMA. «La disposición fundamental concernía a la total independencia de las dos Congregaciones, tanto en el gobierno como en la administración y contabilidad. Los Salesianos se ocuparían de las FMA - limitadamente en el campo religioso - únicamente si lo pidiesen los Obispos». [45]
El beato don Felpe Rinaldi, Rector Mayor de los Salesianos, depuso bajo juramento sobre Don Rua: «Recuerdo su sumisión sin reserva al Decreto para la separación de las Hijas de María Auxiliadora del Instituto de los Salesianos. Después de este Decreto se mantuvo tan reservado que no se atrevía ya a intervenir de ningún modo en sus asuntos, a no ser que le invitasen las Superioras o se le consultase en asuntos de alguna importancia. Esta reserva la mantuvo hasta que Pío X le dijo que las Hermanas tenían todavía y siempre necesidad de la dirección de los Salesianos, especialmente en la gestión de los asuntos materiales, en la dirección escolar y para conservar el espíritu de Don Bosco. Entonces cobró ánimo y volvió a ser no sólo padre, sino también Director». [46]
Pobreza
Don Francesia cuenta que un día el clérigo Rua encontró un trozo de alfombra roja y se le ocurrió ponerlo sobre su mesa de trabajo. Don Bosco lo vio y le dijo sonriendo: «¡Ah, Don Rua! Te gusta la elegancia ¿eh?». Rua, confuso, dijo que se trataba de un retazo, pero Don Bosco observó: «El lujo y la elegancia se introducen fácilmente, si no estamos atentos». Don Rua no olvidó nunca aquellas palabras, y las tuvo presentes toda su vida. [47]
La pobreza fue el distintivo de Don Rua. Vestía pobremente, no buscó nunca comodidades, economizaba en cada cosa pequeña. Y vigilaba para que todos los Salesianos amasen y practicasen la pobreza, con espíritu de fe, como quería Don Bosco. Su ropa estaba toda llena de remiendos. Un par de zapatos le duraba años; y sin embargo, caminaba mucho a pie para no tomar el tranvía y dar de limosna los diez céntimos del billete. En casa, hasta su muerte, llevaba un viejo abrigo usado por Don Bosco, y lo llevaba con devoción.
Una Hija de María Auxiliadora, que durante muchos años se ocupó de remendar la ropa de los Salesianos del Oratorio, declaraba que era muy raro que se le diese ropa de Don Rua; y cuando le llevaban su sotana negra, le decían que la remendase rápidamente, porque Don Rua estaba trabajando sin ella, cubierto solo con un abrigo, ya que nunca había querido una sotana de repuesto.
Durante el viaje a Constantinopla, en 1908, después de haber hecho muchas visitas en la ciudad, volvió con las piernas hinchadas y los pies totalmente mojados. Pidió al Director, por favor, un par de calcetines de lana para cambiarse. En toda la casa no se encontró un par de calcetines de lana. Entonces Don Rua sonrió y dijo: «¡Estoy contento! Esta es la verdadera pobreza salesiana». [48]
Durante los 23 años en que fue Rector Mayor, Don Rua envió a los Salesianos 56 circulares. En ellas condensó todo su amor por Don Bosco y todo el espíritu salesiano. Entre estas cartas se considera una ‘obra de arte’ la titulada «La pobreza». Son veinte páginas, y empieza así: «Turín, 31 de enero de 1907, aniversario de la muerte de Don Bosco ». Copio algunos pasajes de esa actualísima carta suya [49], para reavivar en nosotros el verdadero espíritu de la pobreza salesiana.
“Es natural considerar la pobreza una desgracia”
La pobreza, en sí misma, no es una virtud; es una legítima consecuencia de la culpa original, destinada por Dios para la expiación de nuestros pecados y para la santificación de nuestras almas. Es por tanto natural que al hombre le horrorice, la considere una desgracia y haga lo posible por evitarla. La pobreza se convierte en virtud sólo cuando se abraza voluntariamente por amor de Dios, come hacen los que se dan a la vida religiosa. Sin embargo también entonces la pobreza no deja de ser amarga; también a los religiosos la práctica de la pobreza les impone grandes sacrificios, como nosotros mismos hemos experimentado mil veces.
Por eso no hay que extrañarse de que la pobreza sea siempre el punto más delicado de la vida religiosa, que sea la piedra de toque para distinguir una comunidad floreciente de una relajada, un religioso celoso de uno negligente. Será por desgracia el escollo contra el que irán a romperse tantos magnánimos propósitos, tantas vocaciones que eran maravillosas al nacer y al crecer. De aquí la necesidad por parte de los Superiores de hablar de ella con frecuencia y, por parte de todos los miembros de la familia salesiana, de mantener vivo su amor y entera su práctica.
“El primer consejo evangélico”
La pobreza es el primero de los Consejos evangélicos. Desde el principio de su vida pública, Jesucristo lanza las más terribles amenazas contra los ricos que encuentran en la tierra sus consuelos. Por otra parte los sufrimientos de los pobres mueven su dulcísimo Corazón a piedad, los consuela y los llama felices, asegurando que de ellos es el reino de los cielos. Al que le pregunta qué tiene que hacer para ser perfecto, le responde: «Vete, vende lo que tienes y sígueme». A sus Apóstoles que se ofrecen a seguirlo les impone como primera condición que abandonen las redes, el telonio y todo lo que tienen. Y este voluntario despojo de todos los bienes de la tierra lo practicaron todos los discípulos de Jesucristo, todos los santos que a lo largo de tantos siglos iluminaron a la Iglesia.
“La pobreza de Don Bosco”
Nuestro venerado Padre vivió pobre hasta el final de su vida. Habiendo tenido entre sus manos un inmenso dinero, no se vio nunca en él el mínimo deseo de procurarse alguna satisfacción temporal. Solía decir: «La pobreza hay que tenerla en el corazón para practicarla». Y Dios le recompensó ampliamente de su confianza y de su pobreza, de modo que llegó a emprender obras a las que los mismos príncipes no se habrían atrevido. Hablando del voto de pobreza, Don Bosco escribía: «Recordemos que de esta observancia depende en máxima parte el bienestar de nuestra Pía Sociedad y el bien de nuestra alma».
“Los pobres no sólo son evangelizados, sino que son los pobres los que evangelizan”
La Historia eclesiástica nos enseña que fueron los más desprendidos del mundo los que se distinguieron por su fe, esperanza y caridad, y cuya vida fue un tejido de obras buenas y una serie de prodigios para la gloria de Dios y la salvación del prójimo.
Nosotros trabajaríamos inútilmente si el mundo no viese y no se convenciese de que no buscamos riquezas ni comodidades. Debemos tener bien fijo en nuestra mente lo que escribió san Francisco de Sales: «que no solamente los pobres son evangelizados, sino que son los pobres mismos los que evangelizan».
También entre nosotros, no son, desde luego, los Salesianos deseosos de una vida cómoda los que emprendan obras llenas, de verdad, de frutos, los que vayan en medio de los salvajes del Mato Grosso o de la Tierra del Fuego, o se pongan al servicio de los leprosos. Éste será siempre el honor de los que observen generosamente la pobreza.
“Las obras de Don Bosco son el fruto de la caridad”
Además hay que tener en cuenta que las obras de Don Bosco son el fruto de la caridad. Es necesario que se sepa que muchos de nuestros bienhechores, pobres ellos también o escasamente acomodados, se imponen grandísimos sacrificios para poder ayudarnos. ¿Con qué corazón emplearemos ese dinero en procurarnos comodidades no adecuadas a nuestra condición? Derrochar el fruto de tantos sacrificios, o también sólo gastarlo con ligereza, es una verdadera ingratitud hacia Dios y hacia nuestros bienhechores.
Permitidme que os haga una confidencia. Tal vez muchos, viendo que nuestras obras se van extendiendo cada vez más, piensen que la Pía Sociedad dispone de muchos medios, y que por eso son inoportunas mis reiteradas e insistentes exhortaciones a ahorrar y observar la pobreza. ¡Qué lejos están de la verdad! Se les podría mostrar cuántos jovencitos dependen totalmente o en gran parte de la Congregación para la comida, el vestido, los libros, etc. Quien observa nuestro desarrollo puede darse cuenta de las casas y de las iglesias que se van edificando, de los daños que hay que reparar, de los viajes de los misioneros que se deben pagar, de las ayudas que se envían a las Misiones, de los gastos inmensos que hay que afrontar para la formación del personal.
Quien no viviese según el voto de pobreza, el que en la comida, en el vestido, en su alojamiento, en los viajes, en las comodidades de la vida pasase el límite que nos impone nuestro estado, debería sentir remordimiento por haber sustraído a la Congregación ese dinero que estaba destinado para dar pan a los huérfanos, ayudar a alguna vocación, extender el reino de Jesucristo. Piense que tendrá que dar cuenta de ello ante el tribunal de Dios.
“Los tiempos heroicos de la Congregación”
El buen Salesiano llegará a poseer el espíritu de pobreza, es decir, será verdaderamente pobre en los pensamientos y deseos si aparece así en sus palabras, si se porta verdaderamente como pobre. Aceptará con gusto las privaciones e incomodidades que son inevitables en la vida común, y generosamente escogerá para sí las cosas menos bellas y menos cómodas.
Concluyo evocando la memoria de los que nosotros llamamos ‘tiempos heroicos’ de nuestra Pía Sociedad. Transcurrieron muchos años en los que se necesitaba una virtud extraordinaria para conservarnos fieles a Don Bosco y resistir las fuertes razones que nos invitaban a abandonarlo, y esto por la extrema pobreza en que se vivía. Pero nos sostenía el amor intenso que teníamos a Don Bosco, nos daban fuerza y valentía sus exhortaciones para permanecer fieles a nuestra vocación a pesar de las duras privaciones, los graves sacrificios. Por eso estoy seguro de que cuanto más vivo sea nuestro amor a Don Bosco, será más ardiente el deseo de conservarnos como dignos hijos suyos, y de corresponder a la gracia de la vocación religiosa y se vivirá en toda su pureza el espíritu de pobreza.
Castidad
Juan Bautista Francesia, pequeño obrero, entró en el Oratorio de Don Bosco a los 12 años. Encontró allí al estudiante Miguel Rua, que tenía 13 años. Era 1850. Desde aquel momento fueron compañeros y amigos inseparables durante sesenta años, hasta el día 6 de abril de 1910. La mañana de aquel día Juan Bautista Francesia estaba sentado junto a Miguel Rua que se estaba muriendo, y le sugirió la primera invocación que, juntos, siendo muchachitos, habían aprendido de Don Bosco: «Madre querida, Virgen María, haced que salve el alma mía». Y Miguel le respondió: «¡Sí, salvar el alma lo es todo!».
Cuando en 1922, a los 82 años, don Juan B. Francesia fue llamado a deponer bajo juramento lo que pensaba de la santidad de Don Rua, con la palabra ‘castidad’ se conmovió, y en voz baja dejó salir de sus labios un testimonio que aún hoy nos conmueve leer y que nos deja encantados: «El esplendor de la virtud angélica se transparentaba de toda la persona de don Miguel Rua. Bastaba mirarlo para comprender el candor de su alma. Parecía que más que en las cosas de este mundo tenía los ojos continuamente puestos en las cosas del cielo. Era Don Rua el retrato verdadero de san Luis, y yo puedo atestiguar que todo el tiempo que lo tuve cerca, nunca encontré una palabra, un gesto, una mirada que no estuviese marcada por esa virtud. Su modo de ser y portarse, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, estaba siempre conforme a la más exquisita delicadeza y modestia. Por eso era siempre edificante, en público, en privado, en el patio, por la calle, en la iglesia, en su habitación. En sus largas audiencias, con cualquiera que hablase, mantenía un actitud tan recogida y al mismo tiempo tan paternal que edificaba y atraía los corazones… Estaba tan lleno de delicadeza y de atención hacia la virtud angélica que, al inculcarla, su palabra tenía un eficacia especial. Eran amables y llenos de sabiduría los consejos que solía dar a los Salesianos para conducirse en medio de los jóvenes: ‘Amad mucho a los jovencitos confiados a vuestros cuidados, pero no apeguéis a ellos vuestro corazón’… Otras veces decía… que se debe tener cuidado de todas las almas, pero que no se debe dejar robar el corazón por ninguna… Al predicar le fluían del corazón las más suaves palabras, y las hermosas y bellas imágenes ganaban de tal modo a los jóvenes para la bella virtud angélica que parecía un verdadero Ángel del Señor… Esta virtud, por el testimonio que puedo dar por conocimiento propio, la cultivó de modo perfecto desde jovencito hasta la muerte». [50]
Los días de la agonía
Y, sin embargo, precisamente en el campo de la moralidad, que él consideraba justamente el valor más precioso para un Instituto educativo como la Congregación Salesiana, Don Rua debió sufrir el ataque más ignominioso, que literalmente trastornó su vida. Aquellos momentos negrísimos se recuerdan como «los hechos de Varazze». El colegio salesiano de aquella ciudad lo dirigía don Carlos Viglietti, el último secretario personal de Don Bosco. La mañana del 29 julio de 1907 irrumpió en casa la policía. Los Salesianos resultan detenidos, los muchachos –pocos, porque los demás habían partido ya de vacaciones– son llevados a un cuartel. Don Viglietti debe escuchar una acusación infamante: un muchacho, Carlos Marlario, de 15 años, huérfano adoptado por la viuda Besson, acogido gratuitamente en el colegio, ha escrito un ‘diario’ que ahora está en las manos de la policía. La casa salesiana se describe en él como un centro asqueroso de pederastia. No sirven para nada los desmentidos de don Viglietti y de los Salesianos, ni las negaciones unánimes de los alumnos sometidos a pesados interrogatorios.
La noticia se hace pública. Toda la prensa anticlerical comienza una demoledora campaña de vilipendio contra los Salesianos y las escuelas de sacerdotes. Nutridos grupos de alborotadores se entregan a actos de violencia en Savona, La Spezia y Sampierdarena. Muchos otros movimientos violentos contra sacerdotes y círculos católicos se dan en Livorno y Mantua. Empieza la caza del cura. Se pide el cierre de todos los colegios de religiosos de Italia.
«Durante aquella terrible prueba, algunos testigos contaron que Don Rua estaba deprimido, irreconocible». [51] Por aquellos meses había sufrido una grave forma de infección, estaba muy debilitado, y lo vieron llorar como un niño. Pero el montaje se desinfló. Abogados de los más famosos de Italia ofrecieron su patrocinio gratuito a los Salesianos. Diputados, antiguos alumnos de los Salesianos, asumieron la defensa de los colegios salesianos en el Parlamento. El 3 de agosto, apenas cinco días después del comienzo del vilipendio, Don Rua, ayudado por los demás Superiores para que reaccionase de su abatimiento, presentó querella por difamación y calumnia, asistido por tres ilustres abogados. El Tribunal de Apelación de Génova, cuando se cerró el proceso, declaró que el diario era una maraña de invenciones fantásticas, escritas por «incesantes instigaciones de gente ajena interesada en provocar un escándalo anticlerical». [52]
El 31 de enero de 1908, calmada totalmente la borrasca, Don Rua enviaba a todos los Salesianos una circular cuyo título lo decía todo: «Vigilancia». En ella resumía brevemente los acontecimientos, invitaba a dar gracias a Dios y a María Auxiliadora, y pedía a todos que reflexionasen sobre dos pasajes de las palabras de Don Bosco, pronunciadas el 20 de septiembre de 1874, y sobre un artículo de las Constituciones: «La voz pública a veces lamenta hechos inmorales sucedidos con ruina de las costumbres y escándalos horribles. Es un mal grande, es un desastre; y yo ruego al Señor que haga de modo que se cierren todas nuestras casas antes de que en ellas sucedan semejantes desgracias». [53] Más todavía: «Se puede establecer como principio invariable que la moralidad de los alumnos depende de quien los educa, los asiste y los dirige. Quien no tiene no puede dar, dice un proverbio. Un saco vacío no puede dar trigo, ni una garrafa llena de hez dar buen vino. De ahí que antes de presentarnos como maestros a los demás, es indispensable que poseamos lo que queremos enseñarles». [54] Comenta después el artículo 28 de las Constituciones diciendo: «A pesar de su (de Don Bosco) vivo deseo de tener muchos colaboradores en su obra, no quería que quienes no tuviesen fundada esperanza de poder conservar, con la ayuda de Dios, la virtud de la castidad en palabras, obras y hasta en los pensamientos, profesaran en esta Sociedad». [55]
4. DON RUA: “EL EVANGELIZADOR DE LOS JÓVENES”
En la homilía de la beatificación, el Papa Pablo VI –como ya he señalado en parte– a un cierto punto afirmó: «Meditemos un instante sobre el aspecto característico de Don Rua, el aspecto que nos deja entenderle… Hijo, discípulo, imitador (de Don Bosco), hizo del ejemplo del Santo una escuela, de su obra personal una institución extendida, se puede decir, por toda la tierra;… hizo de la fuente una corriente, un río… La prodigiosa fecundidad de la Familia Salesiana tuvo en Don Bosco el origen, en Don Rua la continuidad. Este seguidor suyo sirvió a la Obra Salesiana en su virtualidad expansiva, la desarrolló con coherencia textual, pero siempre con genial novedad… ¿Qué nos enseña Don Rua? A ser continuadores… La imitación del discípulo no es pasividad, ni servilismo… La educación (es) arte que guía la expansión lógica, pero libre y original, de las cualidades virtuales del alumno… Don Rua se cualifica como el primer continuador del ejemplo y de la obra de Don Bosco… Nos damos cuenta de que tenemos delante a un atleta de actividad apostólica, que (actúa) siempre con el sello de Don Bosco, pero con dimensiones propias y crecientes… Nosotros rendimos gloria al Señor, que ha querido… ofrecer a su fatiga apostólica nuevos campos de trabajo pastoral, que el impetuoso y desordenado desarrollo social ha abierto ante la civilización cristiana». [56]
Nuevos campos de trabajo pastoral
Basta con leer rápidamente la cantidad impresionante de las cartas de Don Rua, de sus circulares, los tomos que resumen su obra de Sucesor de Don Bosco durante 22 años, para descubrir de modo imponente que lo que afirma el Papa es exacto: su fidelidad a Don Bosco no es estática, sino dinámica. Él advierte bien el fluir del tiempo y de las necesidades de la juventud, y sin miedo dilata la obra salesiana a nuevos campos de trabajo pastoral.
Entre los obreros y los hijos de los obreros
En las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX las luchas sociales de los trabajadores de las fábricas se multiplican por todas partes. Las condiciones de los obreros son miserables: horarios inhumanos, condiciones higiénicas pésimas, mutualidades y pensiones inexistentes. Bajo el impulso de Don Rua los Salesianos y las FMA dan vida a un floración de obras sociales: orfanatos, escuelas profesionales, escuelas agrícolas, parroquias de periferia con Oratorios para los hijos de las familias obreras: Oratorios que ven jugar sobre la hierba verde y rezar en las capillas a trescientos, quinientos, mil muchachos. Don Rua goza con ello, y exhorta a los Inspectores a tener una atención especial por estas ‘obras fundamentales de Don Bosco’.
En los últimos años del siglo, Turín se convierte en la cuna dolorosa del proletariado italiano. En mayo de 1891 León XIII publica la encíclica Rerum Novarum. En ella el Papa denuncia la situación en la que «un pequeñísimo número de gente muy rica ha impuesto un estado de semi-esclavitud a la infinita muchedumbre de los proletarios» (RN 2). La encíclica tiene inmediatamente un fuerte impacto en el mundo cristiano, y Don Rua siente que para los Salesianos ha llegado la hora de ampliar e intensificar su acción social.
En 1892 se tiene en Turín-Valsalice el VI Capítulo General de la Congregación. Entre las cuestiones para tratar, Don Rua pone la aplicación práctica de las enseñanzas del Papa sobre la cuestión obrera. Los Salesianos asumen el compromiso de introducir en los programas escolares de los jóvenes alumnos la instrucción sobre capital y trabajo, derecho de propiedad y de huelga, salario, descanso y ahorro. Se sugiere invitar a los alumnos y exalumnos a inscribirse en las Sociedades Obreras Católicas.
Entre los mineros de Suiza
En 1898 se comienza el túnel del Simplón entre Suiza e Italia: una de las galerías más largas del mundo, dos pasos paralelos de 19.800 metros. En la vertiente suiza se forma una colonia de más de dos mil obreros italianos: piamonteses, lombardos, vénetos y, sobre todo, abruceses y sicilianos, con mujeres e hijos. Don Rua no duda en mandar entre aquellos trabajadores a los Salesianos e Hijas de María Auxiliadora. Allí estuvieron siete años, es decir hasta el final de los trabajos. Las noticias de cómo atendieron las necesidades de aquellas pobres familias son escasas: hacían el bien y ninguno tuvo tiempo de llevar una crónica. Un diputado socialista, Gustavo Chiesi, fue un día a observar la situación. Vio lo que hacían los Salesianos y las Hermanas, el Círculo obrero que habían fundado, que era el lugar de encuentro más frecuentado por los italianos; envió una crónica que publicó el diario "Tempo" de Milán. Se lee en ella: «Hemos voceado muchos sobre las condiciones de nuestros obreros en el Simplón, hemos escrito y protestado mucho. Pero nada práctico se ha hecho hasta ahora en su ayuda. Lo poco que se ha hecho hasta ahora lo han hecho los curas… En cada ocasión que surge ellos son los primeros que hacen, ayudan y alivian las penas ajenas. Así en el Simplón, así en todas partes».
Emigrantes entre los emigrantes
Otras oleadas más numerosas de emigrantes salían de Italia para huir de la miseria de las tierras del Sur. Para América del Norte y América del Sur, en el decenio 1880-1890, según las estadísticas del economista Clough, cada año emigraba una media de 165 mil personas. Sólo a Argentina emigraban cada año 40 mil italianos. En la década siguiente la masa de los emigrantes aumentó: se tocaba y se superaba el medio millón cada año. Giuseppe Toscano, en la Cámara de los Diputados, refiriéndose a la extrema pobreza del Sur, había declarado en 1878: «Reducido a la desesperación ¿qué queréis que haga el proletariado? No lo quedan más que dos caminos: el camino del delito y del bandolerismo o el de la emigración. Doce años después la situación no había cambiado, y Vittorio E. Orlando, de Palermo, gritó en el mismo Parlamento que para sus paisanos el dilema se resumía en dos palabras: «¡O emigrantes, o bandoleros!».
Don Rua, mientras cubría Italia con una red de obras para los jóvenes de las familias más modestas, envió misioneros Salesianos a América del Norte en 1897 y 1898. En Nueva York, Paterson, Los Ángeles, Troy, nuestros Hermanos se afanaban para acoger a los emigrantes que no conocían la lengua, no sabían dónde alojarse y encontrar trabajo. Codo con codo con las heroicas hermanas de la Madre Cabrini y de muchos otros misioneros y misioneras, trataban de ayudarlos a instalarse, inscribirse en los sindicatos del pueblo. Acogían a sus hijos en las escuelas, les aseguraban asistencia religiosa. Al mismo tiempo reforzó y multiplicó las presencias salesianas en América del Sur, que prosperaban bajo la guía de mons. Cagliero y del nuevo obispo salesiano mons. Luis Lasagna.
Los Salesianos se presentaban en continentes para ellos nuevos. Obras sociales, orfanatos, escuelas profesionales, parroquias y Oratorios de barriadas se abrían en tierras lejanísimas: Ciudad del Cabo, Túnez, Esmirna, Constantinopla. Nuevas obras se abrieron en racimo en Europa del Norte y del Oeste. Una de las consecuencias beneficiosas fue que las misiones salesianas pudieron contar muy pronto con Hermanos de diversas nacionalidades. Los polacos emigrantes en Buenos Aires podían encontrar a un Salesiano polaco al frente de un secretariado para ellos; en Londres la colonia polaca disponía de una iglesia oficiada por un Salesiano polaco; los alemanes emigrados a la Pampa central o a Chile encontraron Salesianos alemanes. En Oakland, California, todo un barrio de portugueses estaba asistido por un Salesiano portugués.
Arriesgar todo lo que se puede arriesgar, como Don Bosco
La audacia apostólica impulsó a Don Rua a apoyar las empresas más difíciles. Con la misma valentía de Don Bosco arriesgó todo lo que se podía arriesgar para llevar el Reino de Dios y el amor de María Auxiliadora a todas partes.
En Palestina no dudó en aceptar como Salesianos la bien arraigada Familia religiosa de don Antonio Belloni, que se dedicaba a los niños más pobres. En Polonia no se opuso a la difícil y problemática personalidad de don Bronislaw Markiewicz, que parecía quererse rebelar contra la autoridad de los Superiores, pero que es venerado como beato y fundador de una Congregación que forma parte de la Familia Salesiana. En Colombia apoyó el apostolado nuevo y embarazoso para algunas personas, entre los leprosos de Agua de Dios, iniciado por don Miguel Unia y llevado adelante por don Evasio Rabagliati y don Luis Variara. Apoyó a don Juan Balzola y a don Antonio Malan que trataron de introducirse entre los indígenas Bororos del Mato Grosso de Brasil. Animó los dificilísimos intentos de implantar una misión entre los indígenas Shuar del Ecuador. En Orán (Argelia), donde muchos niños vagaban por las calles, envió a siete Salesianos a abrir un Oratorio y escuelas.
En 1906 bendijo a los primeros Salesianos que partían para fundar misiones en la India y China, capitaneados éstos por el jovencísimo don Luis Versiglia al que hoy veneramos como mártir y santo. Era un comienzo timidísimo, casi temerario, pero ahora la obra de Don Bosco en la India, en China y en toda Asia causa maravilla en todos.
En la víspera de sus ‘Bodas de oro’ como sacerdote, anunciada por el "Boletín Salesiano" y pregustada por todos los Salesianos, una grave infección que lo atormentaba desde hacía años y que lo habían cubierto de llagas dolorosas, le truncó la vida. Dios le vino al encuentro la mañana del 6 de abril de 1910.
“Aquella sencillez con la que buscaba acompañar sus obras”
Quien explora sólo los últimos años de vida de este delgado sacerdote, tiene la impresión invencible de una actividad incansable y gigantesca. Verdaderamente, como afirmó Pablo VI en la homilía de beatificación, «no podremos olvidar nunca el aspecto práctico de este pequeño-gran hombre, tanto más que nosotros, no ajenos a la mentalidad de nuestro tiempo, propensa a medir la estatura de un hombre por su capacidad de acción, advertimos que tenemos delante a un atleta de actividad apostólica».
Y, sin embargo, toda esta actividad humana y espiritual, la realizó Don Rua en el silencio y la humildad. Tanto que su queridísimo don Juan Bautista Francesia, al ponerse a escribir su biografía, usando el plural mayestático que entonces usaban los autores, escribió: «Nosotros que solíamos vivir con él, que lo oíamos hablar con frecuencia, que tratábamos con él como se hace con una persona íntima y confidente, encontrábamos todo natural y sin relieve. ‘¡Así, se decía, haría yo! Así habría hecho Don Bosco. ¿Qué hay de extraordinario?¡Me parece que no hay nada!’ Y, sin embargo, pensando en ello, se habría debido decir que aquella sencillez, con la que buscaba acompañar sus obras, aquel decir continuamente ‘todo por el Señor y nada más que por el Señor’, despertaba ya en nosotros asombro, que constituirá siempre el elogio más bello de la laboriosa y humilde vida de Don Miguel Rua». [57]
CONCLUSIÓN
Como conclusión, querría volver a lo que os escribí el 24 de junio de 2009, con el título «Recordando a Don Rua». Os decía que queremos vivir al año 2010 especialmente como un camino espiritual y pastoral. Para hacer fructificar este año dedicado al primer Sucesor de Don Bosco señalaba en la carta «algunas atenciones para tener presentes en vuestras programaciones del próximo año, en los caminos personales, comunitarios e inspectoriales».
La primera es la de reforzar nuestra condición de discípulos fieles de Jesús, modelo de Don Bosco, redescubriendo los caminos para custodiar la fidelidad a la vocación consagrada, con una invitación concreta a beber en las fuentes de la vida del discípulo y del apóstol, en las fuentes cotidianas de la fidelidad vocacional: la Sagrada Escritura mediante la lectio divina y la Eucaristía en la celebración,
en la adoración y en las visitas frecuentes.
La segunda atención que tener es la de asumir la actitud de Don Rua que, cuando fue enviado a Mirabello, compendió los consejos recibidos de Don Bosco en una sola expresión: «En Mirabello trataré de ser Don Bosco». Y todo Don Bosco se encuentra en nuestras Constituciones. Hacerse Don Bosco, día a día, es exactamente lo que nos indican concretamente las Constituciones. Movido por el testimonio especial del primer Sucesor de Don Bosco, os invito en este año, sobre todo con ocasión de los ejercicios espirituales, a descubrir la importancia y el espíritu de nuestras Constituciones salesianas y a repasar vuestro proyecto personal de vida, con una referencia especial al Capítulo cuarto: el que se refiere a nuestra misión y se titula «enviados a los jóvenes».
En tercer lugar, recordando que Don Rua, impulsado por la pasión del Da mihi animas, dio un gran impulso a la misión salesiana, os invitaba a imitarlo en su entrega a responder a las necesidades de los jóvenes y a encontrar los caminos pastorales aptos para alcanzarlos con el anuncio del Evangelio. El arrojo apostólico de Don Rua nos pide, por tanto, concretar durante este año el compromiso de evangelizar a los jóvenes. Nos lo pide el segundo núcleo del CG26; nos lo propone el Aguinaldo de 2010, que nos invita a dejarnos implicar en el compromiso evangelizador como Familia Salesiana, de la que Don Rua fue un convencido promotor.
En este año Sacerdotal miramos todos a Don Rua también como modelo para el Salesiano sacerdote. Descubramos y profundicemos en su identidad, llena de fervor espiritual y celo pastoral en el ejercicio del ministerio, impregnada por la experiencia de la vida consagrada apostólica.
Que el Espíritu de Cristo nos anime en nuestro camino de renovación pastoral y que María Auxiliadora nos sostenga en el compromiso apostólico. Que Don Bosco, siempre, sea nuestro modelo y
nuestro guía
Cordialmente en el Señor
Don Pascual Chávez Villanueva
Oración para pedir la canonización del beato Miguel Rua
Dios omnipotente y misericordioso,
tú pusiste sobre las huellas de san Juan Bosco
al beato Miguel Rua, que imitó sus ejemplos,
heredó su espíritu y propagó sus obras;
ahora que con la beatificación
lo has elevado a la gloria de los altares,
dígnate multiplicar su patrocinio hacia los que lo invocan
y apresurar su canonización.
Te lo pedimos por intercesión de María Auxiliadora,
a la que él amo y honró con corazón de hijo,
y por mediación de Jesucristo nuestro Señor.
Amén.