Hemos llegado a la hora cero, la noche santa, la Nochebuena. ¡Qué nombre tan bello se le ha puesto! Noche en la que todos nos hacemos niños, y dejamos que hable el corazón, qu e se haga villancico, luz, ternura, amor familiar, bondad e ingenuidad. Noche en la que sale fuera el niño que somos por dentro, y hablan el Niño del pesebre, la mula y el buey, los ángeles y los pastores....narraciones simbóloicas que revelan lo más hondo de nosotros mismos y del sentido de nuestra existencia.
Vivamos con intencidad estos días. Detengámonos -¡como sea!- para encontrar un tiempo de paz, de sabor, de oración ante el misterio: el misterio de Dios, el de Jesús, el de los seres humanos, el mio..
El tiempo de Navidad es un tiempo de amnesia. Se nos invita a olvidar todo aquello que nos disminuye y enferma. En toda comunidad hay roces y malos entendidos. Todospasamos por muy malos ratos, con reacciones tan injustas como crueles hacia los demás. Todos somos heridos y heridores. Todos necesitamos olvidar. No solo perdonar desde lo alto de nuestra dignidad herida, cuando alimentamos con el recuerdo de nuestro perdón el recuerdo de la ofensa. Hagamos en este tiempo un esfuerzo definido y sistemático para expulsar de nuestra memoria la convicción de que somos víctimas.
Todos nos regocijamos hoy por el nacimiento de Jesucristo en la tierra. “¡Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado!” –canta alegremente la Iglesia en la misa de Nochebuena, con las palabras del profeta Isaías. Sí, Jesús ha nacido, y en Él “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” –nos dice san Pablo en la lectura de la carta a Tito–. Y en el Evangelio escuchamos el mensaje jubiloso que el ángel anuncia a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: ¡el Mesías, el Señor! Y aquí tenéis la señal: encontraréis a un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
¡Dios se ha hecho hombre! ¡El Verbo eterno del Padre se ha hecho carne para redimirnos del pecado, para abrirnos las puertas del cielo y darnos la salvación! Es un misterio insondable, incapaz de ser abarcado ni comprendido suficientemente por nuestra pobre y oscura razón humana. El Dios infinito se hace un ser pequeñísimo; el Dios eterno se hace hombre temporal y mortal; el Dios omnipotente se hace un niño frágil, impotente e indefenso; el Dios creador de todo cuanto existe y a quien no puede contener el universo entero, se hace una creatura capaz de ser contenida en el vientre de María y luego envuelta en pañales... ¡Sí, este Niño es Dios! Y nace en la más absoluta pobreza, en la más profunda humildad, silencio, desprendimiento, obediencia al Padre... ¿Por qué? Por amor a cada uno de nosotros. ¿Para qué? Para darnos la vida eterna. Como bellamente nos dice san Ireneo, “el Hijo de Dios se hizo hijo del Hombre para que el hombre llegara a ser hijo de Dios”.
Ojalá que en esta Navidad meditemos hondamente en el significado y en el sentido profundo de lo que estamos celebrando.
Vivamos con intencidad estos días. Detengámonos -¡como sea!- para encontrar un tiempo de paz, de sabor, de oración ante el misterio: el misterio de Dios, el de Jesús, el de los seres humanos, el mio..
El tiempo de Navidad es un tiempo de amnesia. Se nos invita a olvidar todo aquello que nos disminuye y enferma. En toda comunidad hay roces y malos entendidos. Todospasamos por muy malos ratos, con reacciones tan injustas como crueles hacia los demás. Todos somos heridos y heridores. Todos necesitamos olvidar. No solo perdonar desde lo alto de nuestra dignidad herida, cuando alimentamos con el recuerdo de nuestro perdón el recuerdo de la ofensa. Hagamos en este tiempo un esfuerzo definido y sistemático para expulsar de nuestra memoria la convicción de que somos víctimas.
Todos nos regocijamos hoy por el nacimiento de Jesucristo en la tierra. “¡Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado!” –canta alegremente la Iglesia en la misa de Nochebuena, con las palabras del profeta Isaías. Sí, Jesús ha nacido, y en Él “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” –nos dice san Pablo en la lectura de la carta a Tito–. Y en el Evangelio escuchamos el mensaje jubiloso que el ángel anuncia a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: ¡el Mesías, el Señor! Y aquí tenéis la señal: encontraréis a un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
¡Dios se ha hecho hombre! ¡El Verbo eterno del Padre se ha hecho carne para redimirnos del pecado, para abrirnos las puertas del cielo y darnos la salvación! Es un misterio insondable, incapaz de ser abarcado ni comprendido suficientemente por nuestra pobre y oscura razón humana. El Dios infinito se hace un ser pequeñísimo; el Dios eterno se hace hombre temporal y mortal; el Dios omnipotente se hace un niño frágil, impotente e indefenso; el Dios creador de todo cuanto existe y a quien no puede contener el universo entero, se hace una creatura capaz de ser contenida en el vientre de María y luego envuelta en pañales... ¡Sí, este Niño es Dios! Y nace en la más absoluta pobreza, en la más profunda humildad, silencio, desprendimiento, obediencia al Padre... ¿Por qué? Por amor a cada uno de nosotros. ¿Para qué? Para darnos la vida eterna. Como bellamente nos dice san Ireneo, “el Hijo de Dios se hizo hijo del Hombre para que el hombre llegara a ser hijo de Dios”.
Ojalá que en esta Navidad meditemos hondamente en el significado y en el sentido profundo de lo que estamos celebrando.
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