miércoles, 15 de diciembre de 2010

MENSAJES DEL RECTOR MAYOR EN EL BOLETÍN SALESIANO

DICIEMBRE : LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO


“Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe (...) Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados” (1 Cor 15, 14.17).

 
Es indudable que la Resurrección de Jesucristo, el Crucificado, constituye el centro de nuestra fe cristiana. Sin embargo, no siempre se refleja esta convicción en nuestra vida de creyentes. Como simple botón de muestra, menciono dos ejemplos: la escasez de imágenes de Cristo Resucitado, en relación a las que lo representan en la Cruz; y por otra parte, la poca relevancia que tuvo, hasta hace pocos años, la celebración litúrgica de la Resurrección del Señor: la Vigilia Pascual es relativamente “joven”.

 
Para comprender mejor lo que significa la Resurrección de Jesús es necesario -dicho paradójicamente- tomar en serio su muerte. A lo largo de los siglos, han surgido corrientes de pensamiento, aun dentro de la Iglesia, que minimizaban la seriedad de la muerte de Jesús: y esto, además de que impedía aceptar su plena Encarnación, no permitía comprender adecuadamente su Resurrección. No me refiero sólo al hecho, totalmente real, de la pasión y muerte del Señor, sino también a lo que implicaba para la mentalidad judía.

 
Para el pueblo de Israel, Dios se manifiesta a través de los acontecimientos de su historia y de la historia universal. En el caso concreto de Jesús, su muerte en la cruz significaba, para un judío que Dios no estaba de su parte: que no avalaba su pretensión mesiánica, y menos aún su pretendida filiación divina. Mientras no se reflexiona sobre esto, no se toma en serio, desde el punto de vista teológico, la muerte de Jesús en la cruz. En consecuencia, los discípulos de Jesús no esperaban ya nada después de su muerte: quien habla de “alucinación”, o de que simplemente vieron lo que esperaban ver, además de que desconoce la concretez de la gente del pueblo, minimiza o incluso desconoce este rasgo fundamental del israelita.

 
Lo anterior permite comprender dos elementos que aparecen claramente en todos los relatos del Nuevo Testamento: en primer lugar, que el descubrimiento de la tumba abierta y vacía en ningún caso lleva a sospechar siquiera que quien había sido sepultado ahí haya resucitado. En segundo lugar, explica la gran dificultad de los discípulos para aceptar que es él, precisamente Jesús, quien murió en la cruz.

 
Sin embargo, si queremos ahondar en lo que significó para ellos, en cuanto primeros testigos (no de la Resurrección -ningún texto del Nuevo Testamento la describe- sino de las apariciones de Jesús Resucitado), debemos ser muy respetuosos frente al Misterio: precisamente porque hablamos de una realidad que trasciende totalmente nuestra experiencia humana.

 
Lo que los relatos del Nuevo Testamento nos permiten entrever se puede resumir en una simple expresión: Jesús resucitado es el mismo que convivió con ellos y murió en la cruz, pero no igual. Su identidad personal es total: además de que se “da a conocer” a través de un signo que evoca su vida mortal: llamando a María por su nombre, partiendo el pan con los discípulos de Emaús, propiciando una pesca milagrosa después de una noche infructuosa, etc., sobre todo conserva las huellas de su muerte en cruz, como lo manifiesta dramáticamente en el relato joánico de su encuentro con el incrédulo Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20, 27).

En este mismo texto evangélico encontramos la relación entre el testimonio de los discípulos y la fe de quienes, sin haber visto al Señor, creemos en El: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29). Esta fe consiste, en primer lugar, en creer en el amor del Padre, que ha manifestado su fidelidad a su Hijo resucitándolo de entre los muertos, por medio del Espíritu Santo. Y me parece muy significativo y consolador el hecho de que ningún relato del NT presenta una aparición de Jesús resucitado a María, su Madre: es la única para quien la muerte de su Hijo en la cruz no constituye en absoluto la ruptura de su fe y su confianza en Él, y en el Padre. A este respecto, sugiero meditar el hermosísimo texto del Cardenal Carlo Maria Martini en preparación del Jubileo del Año 2000, “la Madonna del Sabato Santo”.

 
¿Qué significa para nosotros, hoy, creer en la Resurrección de Jesucristo? Si leemos atentamente el texto de san Pablo citado al principio (1 Cor 15), descubriremos algo a primera vista extraño: el Apóstol no fundamenta nuestra resurrección en la del Señor Jesús, sino al contrario. En dos ocasiones, afirma: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó”; “Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó” (1 Cor 15, 13.16).

 
Por medio de su Resurrección, Jesús no regresa al pasado, a su vida divina “pre-encarnatoria”: al contrario: podemos decir que “da un paso hacia adelante”, definitivo. En Jesús resucitado encontramos no sólo la plenitud de su Encarnación, sino también la plenitud de la condición humana. Por su resurrección, el Hijo de Dios asume, para toda la eternidad, nuestra humanidad. Es muy significativo que sea precisamente Jesús resucitado quien llama por primera vez a sus discípulos “hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Aquí llega a su plenitud lo que la primitiva Iglesia expresaba en forma sintética: “Dios se hizo hombre, para que el hombre pueda compartir la vida de Dios”.

 
A partir de ese momento, los apóstoles consagraron su vida entera, en forma incansable e irresistible, a predicar a Jesús Resucitado, y en Él -usando la feliz expresión de Juan Pablo II- a anunciar “la verdad sobre Dios, y la verdad sobre el hombre”. Ser hermanos y hermanas de Jesús Resucitado, y en Él, hijos e hijas del Padre por medio de su Espíritu: ¿no es algo infinitamente más grande de lo que podríamos desear o imaginar? El anuncio de la Resurrección de Jesús crucificado es la “Buena Nueva” por excelencia, la mejor noticia que un ser humano puede recibir. Y como señalaba en una de las primeras reflexiones, ¡pensar que casi cinco sextas partes de la humanidad no lo saben! A ejemplo de los apóstoles, no podemos silenciar lo que constituye nuestra máxima riqueza: la fe cristiana.

 
En este año, hemos tenido la gracia especialísima que representa la exposición de la Santa Síndone, testimonio mudo y a la vez extraordinariamente elocuente, no sólo de la muerte de Jesús, sino también de su resurrección. Sin embargo, no podemos decir que constituya “la” prueba de la Resurrección de Jesús, como no lo puede ser tampoco ningún vestigio del pasado, ni una reflexión teológica, por brillante que sea.
El Nuevo Testamento nos dice claramente cuál es el testimonio auténtico y definitivo de la Resurrección de Jesús. “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hech 4, 32-35).

 
No puede haber mejor marco para hablar del testimonio de la Resurrección del Señor Jesús que el cambio de vida del creyente, el amor fraterno, la plena condivisión. Se trata del testimonio permanente, sin el cual no valen palabras, ni razonamientos, ni monumentos del pasado. “¡Miren cómo se aman!”, exclamaban asombrados los paganos, al contemplar la vida de los primeros cristianos.


Este lo comprendió perfectamente Don Bosco. Toda su vida y trabajo en favor de los jóvenes tiene como núcleo una “espiritualidad pascual”: la alegría que constituye la esencia del sistema preventivo y la clave de la santidad juvenil no es la alegría ingenua o inconsciente del que “todavía” no conoce las dificultades de la vida, sino la de quien “lleva las huellas de la cruz”, pero que está convencido, al mismo tiempo, de que nada ni nadie lo podrá separar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús (cfr. Rom 8, 39).

 
Asimismo, la preocupación de Don Bosco por la optimización del ambiente del Oratorio, la “ecología educativa” indispensable en nuestro Carisma, trata de recrear, en el ambiente juvenil y popular de Valdocco, la experiencia de la primera comunidad cristiana y, con ello, llegar a ser un auténtico testimonio de la Vida nueva de Jesús Resucitado.

 
Recordemos que “al cumplir hoy nuestra misión, la experiencia de Valdocco sigue siendo criterio permanente de discernimiento y renovación de toda actividad y obra” (C 40). ¡Quiera Dios que, como Familia Salesiana, podamos ser siempre y en todas partes, con nuestro amor, nuestra alegría y nuestra entrega generosa en favor de los demás, auténticos testigos de la Resurrección de Jesús!



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